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Capítulo 1. Desencuentros con la retórica
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Me siento frente al fuego y rezo para que me lleguen las ideas. Ni tengo chimenea, ni creo en las apariciones divinas, pero en la ficción todo vale, así que continuemos. Tras media hora de espera, maldigo al Espíritu Santo mientras me quemo la cara de ganas de escribir. Hace tiempo que las musas del lenguaje no pasan la noche en las sábanas de mi libreta, y ese tipo de ausencias me obsesiona.
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Nunca me llevé bien con la poética, pero qué fácil me dejé turbar por la retórica... Me enseñó a bordar las palabras con hilos de tinta y a convertir mentiras en verdades a medias. Afiló mis lápices y escribió ‘curvas’ donde yo leía ‘rectas’. Aprendí a matizar el ‘sí’ y a maquillar el ‘no’.
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Fascinada, me entregué a sus caprichos lingüísticos, pero la pasión, aunque intensa, fue breve. Demasiado. Pronto dejó de susurrarme provocativos adjetivos al oído y una noche de lluvia me abandonó por un escritor consagrado y asquerosamente brillante. ‘Un viejo amigo’, me dijo, ‘un best seller', pensé yo, porque si algo aprendí de Retórica es que disfrutaba siendo el centro de atención, y yo, a mis 19 añitos, no pude ofrecerle ni premios ni gloria. Tampoco talento.
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No le guardo rencor. Aun a veces, como si de una hermanita de la caridad literaria se tratara, me regala una velada de desenfreno (creativo) con una profesional (de la inspiración) y le pide que, al concluir su tarea, me deje un par de oraciones perfectas bajo la almohada. Por los viejos tiempos.